Mi nombre es Juan López y soy abogado. Desde hace un par de años estoy estudiando en el doctorado de psicología en la Universidad de Los Andes. Las razones por las cuáles tomé esa decisión son múltiples, pero solo voy a hablar de una que es muy importante para mí.
Como abogado me he encontrado en varias situaciones en las que lo que sé acerca del derecho no ha sido suficiente para entender los problemas por los que pasa la gente. En consecuencia, muchas veces no he podido ayudar a las personas con la que he trabajado de la manera como las circunstancias lo requieren.
La primera vez que me di cuenta de esto me dejó marcado para siempre. Yo había acabado de terminar una maestría (LLM) en una famosa universidad de los Estados Unidos. Durante un año me dediqué a estudiar y a entender el significado de los derechos económicos, sociales y culturales –por ejemplo, la salud o la vivienda-. Mi interés era (y todavía es) poder conectar las palabras del derecho con las necesidades de comunidades más pobres.

No lo pensé mucho y acepté la oferta. Después de todo, se me ocurrió, esa podía ser una buena oportunidad para, poco a poco, ir hablando de los derechos laborales de los trabajadores en los Estados Unidos. Esa es una forma de protección que tiene todo el mundo: indocumentados o no.
En la primera clase les pedí a mis estudiantes que se presentaran y contaran en dónde trabajaban. La mayoría recogía platos sucios en restaurantes. Otros se encargaban de cumplir varias tareas en las cocinas. ¡Magnífico! Tarde o temprano vamos a poder hablar, así sea un poquito, sobre derechos laborales.
Inmediatamente después repartí unas hojas de colores y pedí que cada persona escribiera, como pudiera, palabras que hubiera oído en inglés y que quisiera aprender qué significaban en español. Cuando recogí las hojas no pude contener mi impresión al ver el papel que me entregó Margarita. En esa época, Margarita era una mujer de 19 años de edad que trabajaba lavando platos en un restaurante. En su papel había escrito lo siguiente:
Ay jei yu
No me tomó tiempo entender que ella quería saber el significado de la expresión que en ingles se escribe: “I hate you”. Antes de decir cualquier cosa, le pregunté a Margarita cómo y dónde había oído esas palabras. Ella contestó que eso era lo que le decía su jefe algunas veces que ella terminaba su trabajo temprano y pedía permiso para irse a casa. Yo guardé silencio por un momento.
Inmediatamente comprendí (y todavía lo creo) que nada de lo que yo haga como abogado tiene mucho sentido si no soy capaz de comprender el mundo emocional y cultural en el que viven mis clientes. Con frecuencia, la mejor ayuda que puede prestar un experto no tiene que ver con su capacidad para citar las leyes que se aplican en un caso. Lo primero que hay que hacer es poder entender las emociones que están en juego y lo que las personas quieren.
Muchas veces, el derecho no ofrece una buena respuesta; en el mejor de los casos, esa respuesta es siempre incompleta.
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